domingo, 27 de abril de 2025
RELATO LA TABERNA EL ALBERO
LA TABERNA EL ALBERO “El gitano”
Pese a tener nombre de capitán de los tercios de Flandes, Remigio Blas
Cifuentes no era más que el jefe. Camarero de toda la vida, de los de
chaquetilla blanca, Blas, que era como lo conocía toda Zaragoza, llevaba la
chaquetilla más blanca que la ropa interior. Lidia, una chica de provincias,
que se dedicaba a hacer el bien a los hombres por unas monedas, un día me
dijo que sus calzones se deslizaban por las piernas como la piel de un
conejo al desollarlo.
Blas heredó “El Albero”, una taberna con más de un siglo, en la
puerta de Santa Engracia. No mentía, la mugre de sus paredes era la
original y lo certificaban.
Toño Montero era un gitano quincallero y un cliente fiel que tomaba
vino de Cariñena. Toño miraba a la cara de la gente como si quisiera leer
donde los podría enterrar. No era agresivo, pero… la navaja de hoja curva
andaluza que se adivinaba en el pantalón de paño no ayudaba a la confianza
ni a la broma.
Una mañana, Toño Montero vino con una mujer, Jacinta se llamaba,
ella parecía feliz por no haber dormido aquella noche en la calle, aunque,
todos pensábamos que las mantas del gitano tampoco eran un cielo a desear
para morir de amor.
Toño Montero se confesaba en el Albero con Blas; no como
hablando con Dios sino como hablando con el urólogo. Mientras comía una
tapa de migas aragonesas donde las bolas de pan rallado parecían
perdigones engrasados por la longaniza, Blas decía que eran buenas para el
funcionamiento intestinal, luego un trago del vino que te hacía cerrar los
ojos temiendo no poder volver a abrirlos.
Blas, le dijo un día el gitano: creo que me debo de casar con esta
mujer, compartimos la misma ganadería por los bajos y seguramente yo sea
el propietario del ganado.
Juan Lacasa, el columnista del Heraldo de Aragón, que llevaba los
sucesos me dijo unas semanas después: Toño Montero tenía los días
contados, los hermanos de Jacinta y el chulo que la protegían una noche le
calentaron la chaqueta con su propia sangre.
El Albero no era un sitio para gente de traje y corbata, a menos que
fueran a ayudarte en un juicio, todos éramos reos temporales que
gastábamos la libertad provisional en vasos de vino.
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